Acaba de llegar a las librerías la obra “Atmósferas” (Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2006, 75 páginas), del alemán Peter Zumthor. En un tono coloquial, a veces frívolo, el autor va describiendo los elementos que a su juicio conforman ese misterioso hechizo de las ciudades antiguas, o el fuerte magnetismo de un edificio que invita a permanecer en él porque tiene una atmósfera propicia, en la que se conjugan armoniosamente la luz, el sonido, la temperatura, las relaciones volumétricas, etc. Zumthor da las pautas para desglosar en nueve puntos clave la compleja conjunción de estímulos sensoriales que englobamos bajo el término atmósfera cuando, por ejemplo, nos referimos a ciudades como Cuzco, Roma o Estambul, en las que una trama poderosa de texturas, sonidos, olores y formas nos envuelve despertándonos todos los sentidos. Sin embargo es sabido que las partes no explican el todo, lo que ocurre con el desenfadado ensayo de Zumthor, que termina disipando cualquier atmósfera en la enumeración y descripción de sus elementos constitutivos.
Tendría que haber partido hablando de la ceguera del ojo y la clarividencia de la piel, de otro modo es imposible comprender aquello que llamamos atmósfera, experiencia en la que el mundo nos envuelve en lo que podríamos llamar una visión periférica desenfocada, dialogando además con todos nuestros sentidos, por el contrario de la visión enfocada del ojo que mira a la distancia, separándonos del mundo. Nada más a propósito para hablar de esto que nuestra Santiago. Cuando se contempla un grabado del s. XIX, de los muchos que hicieron los viajeros europeos que pasaron por Chile o, mejor aún, cuando miramos una fotografía de fines de 1800, la clásica tomada desde el cerro Santa Lucía o aquella otra menos conocida, tomada desde la calle Carmen en la que aparecen las casas de fachada continua, los tejados, y atrás la agreste mole del Santa Lucía, con la roca viva, antes de los jardineos de Vicuña Mackenna, ciertamente estamos contemplando una ciudad muy distinta de nuestra esclerosada Santiago de hoy; pero también un mundo completamente otro.
En aquel Santiago las distancias se medían con las piernas y los portales de las construcciones eran una mediación mágica entre el mundo de lo público y lo privado. Los lustrosos pomos de bronce de las puertas habían sido bruñidos por varias generaciones de manos, que de alguna misteriosa manera también habían dejado algo de su calor en el metal de la puerta, entibiándolo con la familiaridad del mundo doméstico. Las calles, de fachadas blanqueadas demasiado monótonas y villanas según la opinión de María Graham, tenían en el barro de su enlucido la huella digital del albañil y el tamaño exacto del rol que su propietario se figuraba en la sociedad.
El aire que corría por esas calles venía cargado con el aroma de las huertas secretas en el corazón de aquellas casas, del excremento de los caballos, del humo de los fogones, del sudor que se filtraba desde las axilas haciendo más densas las ropas, de la orina en los rincones propicios, del pescado seco, de las especias, de la manteca y otras tantas mercancías de los ambulantes que recorrían la ciudad con sus pregones, que venían a mezclarse al traqueteo de las carretas, al murmullo de las acequias, a las sonoras vibraciones de las muchas campanas. Pero también era presencia viva en el Santiago de entonces una oralidad muy rica, que mantenía en la boca del pueblo la historia de la ciudad. Vicuña Mackenna, Daniel Riquelme y Justo Abel Rosales son historiadores que supieron recoger de aquella fuente oral la fuerza de muchas de sus páginas sobre Santiago. Hay en esta visión de la ciudad captada a partir de una foto antigua un ejercicio imaginativo; pero que podemos encarnar sin mayores problemas en ciudades del presente, como Cuzco en el vecino Perú, o Estambul en Turquía, destruida y humillada según Orhan Pamuk en un acto de amor sádico por los propios estambulíes. Aquellas ciudades tienen en común la atmósfera, que según Zumthor tiene que ver con la calidad propiamente arquitectónica y según yo con una visión periférica y desenfocada del mundo. En otras palabras: son ciudades hechas para todos los sentidos y no únicamente para la vista.
Nada más diferente de aquel Santiago háptico del s. XIX que aquellas construcciones ópticas, transparentes, elevadas, rectas, afiladas, que perfilan el “moderno” oriente de la Capital, resultado de lo que Juhani Pallasmaa entiende por una concepción de la realidad estrictamente visual y en consecuencia separada del cuerpo de las personas que la pueblan, en el entendido que el ojo toma distancia y el tacto acerca. Son edificios no para habitar, sino para mirar simplemente, fruto de una “visión enfocada” del mundo. Edificios hechos a máquina, con materiales (vidrio, plástico, metales esmaltados) que ofrecen al ojo superficies perfectas en su continuidad y eterna lozanía, que han descartado adrede la pátina, la marca del tiempo con su riqueza plástica e histórica. Construcciones que exploran una dimensión espacial carente de tiempo y que son reflejo de nuestro propio temor cultural al envejecimiento y a la carcoma. Aquí la mano ya no se encuentra con el pomo bruñido por otras manos, ni el peso de nuestro cuerpo se mide con el de las puertas de los edificios, que ahora se abren automáticamente por dispositivos ópticos. El uso neurótico del espejo en las construcciones nos envuelve en volúmenes fantasmagóricos en los que nuestra mirada rebota sin poder darnos una idea de las vidas que discurren detrás de esas superficies.
Una ciudad que se desarrolla sin tener en cuenta el cuerpo de quienes la habitan es una ciudad inhumana, entregada a una arquitectura intelectualizada, estrictamente visual e individualista, que nada tiene que ver con el mundo cultural de lo colectivo, que sistemáticamente margina lo popular o lo vernáculo y que da por resultado una ciudad del ojo sin significado para las personas que la habitan. El olfato ha sido clausurado en un ambiente poluto que obstruye las mucosas nasales y el oído torturado con la estridencia ensordecedora de las bocinas y los motores. Una ciudad tal no puede tener atmósfera. Es el fruto de la sistemática destrucción de la realidad heredada, de los recuerdos y de la imaginación, una ciudad que no le habla a los sentidos. Lo que en alguna época fue experiencia cotidiana, hoy es vivencia extraordinaria. Por eso cuando tenemos la oportunidad de viajar a alguna ciudad háptica, ciudad tanto para el olfato, el tacto, el oído y el gusto como para la vista, tenemos la sensación de estar ingresando a un universo nuevo, a un mundo desconocido para nosotros, pobres habitantes de una ciudad abusada por la tiranía del ojo y el desmedro del cuerpo.
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