sábado, 28 de junio de 2008

La ruleta rusa de Felipe Moncada

(“Músico de la corte”, Felipe Moncada, Editorial Fuga, Valparaíso, 2008)

por A.F.

Finalmente, creo que no comulgo con el sin-sentido, a menos que tenga sentido. Los surrealistas lograron habilitar otras vías de conexión con el inconsciente y los que eran poetas lograron estremecernos. Así han venido otros, como Celan o Rosamel del Valle que nos dieron bellos enigmas, autónomos y no referenciales. Cuando la poesía se muestra a partir del sin-sentido, tenemos otro tipo de conexión con el misterio, con lo no-nombrado. Eriza no entender y sin embargo entender. Pero cuando el sin-sentido es un mero tirar de dados para hacer algo literariamente novedoso o inteligentemente conceptual, es sólo artificio, retórica fácil, texto vacío.

Ya lo sé: Dios no es tarado

ni compone arrojando dados

como charlatán de feria.

Es tan difícil escribir sobre los compañeros de ruta, tener que leerlos empañando sus libros con nuestro ánimo de momento. Por eso la crítica me parece siempre relativa y sólo importante cuando construye puentes entre un hipotético lector y la obra en cuestión. Y esos puentes siempre serán distintos, incluso sin son construidos por la misma persona en diferentes momentos. Hoy, domingo brumoso, releo “Músico de la corte”, de Felipe Moncada (1973), y veo en él un divertimento que tiene sentido, y que no es un invento para agradar a la corte que quizás somos nosotros mismos.

En tono de opereta y bellamente ilustrado con dibujos de Pablo Valdés, este libro construye sentido a partir del juego y del ritmo, de imágenes excéntricas y un oído definitivamente contemporáneo, que no se deshace completamente de la racionalidad y se permite intelectualizar sus intuiciones, inscribiendo su obra en el ahora del arte contemporáneo.

Así, el sin-sentido, en Moncada, no es un dictado automático del inconsciente. Aquí hay intención y dados cargados. Una amalgama de tradiciones diversas, bien asimiladas y desacralizadas, que en Chile podríamos vincular a la obra temprana de Huidobro o a la coloquialidad de Parra, pasando por Lihn y Teillier, con Li Po entre medio y una informada cultura musical. De todos modos, no es una colección que se aleje completamente de lo discursivo, sin que eso sea un reproche. Quiero decir: esto no es música de supermercado, despolitizada, seudo-estetizante y aséptica como la que escuchamos en el Paseo Huérfanos o leemos en otros poetas “de avanzada”. Quizás este verso sea un buen botón de muestra: “Mi destino es un aro de luz /y no una estrella en la camisa”.

Pero es eso y más y menos. Moncada me parece interesante porque se conecta con una cotidianidad trascendente y a la vez situada, que pese a desacralizar no olvida que pertenecemos a un todo misterioso, a una verdad que nos desborda, que es sugerida sin gravedad. No se queda en el gesto metapoético anti-metafísico. Hay una vida poética interior que bulle y se nos presenta, a veces balbuceante, a veces lúdica, con un humor que se conecta sutilmente con lo trágico:

Solamente me entrego (dijo)

si demuestras la existencia del silencio

elegí un cementerio en la costa

y puse un par de nubes en la pecera

varios días sin comer me dieron la pista:

debía caminar en espirales

respirando lo mínimo posible

entonces la nube comenzó a vibrar

penetrando cada milímetro de pasto

y se logró el silencio por vez primera

cosa que luego se volvió rutina.

El sanfelipeño Moncada está construyendo un tono bastante personal y digno de la mayor atención. Quiere escuchar “los engranajes del aire” y que oigamos “el vacío del mundo”, mientras nos sugiere que “toda melodía es una conjetura”.

Al citarlo, me doy cuenta lo inútil de glosarlo. Así que dejo este “oficio de tinieblas” y le cedo el final acorde: “no estoy para fantasías mecánicas /así que vuelve mi sombra a su bajo perfil // olvida mi poesía de ruleta rusa”.

martes, 24 de junio de 2008

Un poema de Fenelón Arce

Fenelón Arce (1900-1940) es un poeta chileno que falleció sin publicar libro alguno. Algunos de sus poemas quedaron dispersos en revistas y antologías. Formó parte de la generación renovadora de nuestra poesía en la década de 1920, junto al grupo "Ariel", que integraron también su hermano Homero, Rosamel del Valle, Juan Florit, J. Moraga Bustamante y el dibujante Efraín Estrada Gómez. Sabemos que dejó dos libros inéditos y que permanecen perdidos, seguramente para siempre. Pero algo quedó:

POEMA

Ataúd de regocijos, mi corazón toca el timbre entusiasmado
por ti, niña dolorida, y tus manos encima del horizonte;
tu risa está saltando en el columpio de estas horas:
vidriera de novedades, estás mostrando el juguete espontáneo
de tu corazón, en tanto detrás de esta neblina te contemplo.
No preguntes por qué desdoblo tu nombre entre mis manos,
mientras suenan a orquesta tus palabras de jueves,
he pasado esta noche amarrando recuerdos tuyos
con el lienzo de tus últimas actitudes nocturnas;
en torno mío ha reventado un cohete de silencio,
niña, te has disfrazado ante mis ojos primitivos,
corzo de flores o frasco de esencia, algo así te adivino
desde este vehículo en que viajo por la vereda de los vientos;
delante de ti no hay nada ni del viento ni mío,
mi nombre era una pastilla en tus labios frutales,
murió en tu corazón tu traje de novia y mis regalos,
queda el cartel de mi cariño en la muralla de tu olvido.

(En Poetas Jóvenes de América, de Alberto Guillén. Madrid, Aguilar, 1930, p.108).

martes, 10 de junio de 2008

La necesidad de nombrar

Por José Miguel Ruiz

En general nos movemos por el mundo sin nombrar las cosas. Vemos, por ejemplo, un pájaro en una rama y decimos que es un pájaro y donde está... en un "árbol". No decimos "es un tordo en un cedro", "una eufemita en el magnolio", "una loica en el espino", "un zorzal en el abeto", y si bajamos la vista no sabemos llamar a la vincapervinca, al helecho, a las pequeñas plantas que hallamos y hollamos a nuestro paso. Somos un poco, o bastante, extranjeros en este mundo. Caminamos sin poder nombrar. Nos faltan las palabras precisas. Paseamos por la plaza y pocos son capaces de llamar a cada árbol por su nombre.

Qué distinto sería todo si pudiéramos reconocer a los árboles y plantas que encontramos por cualquier parte y darles su nombre exacto (no estoy pensando en la terminología científica, propia de los especialistas): plátanos orientales, álamos, olivos, cedros, abetos, abedules, encinas, ceibos, cipreses, laureles, magnolios, pimientos, sauces, eucaliptos, jacarandaes, aromos, acacios, ficus, boldos, peumos, litres, canelos, saucos, gomeros, buganvillias, abutilones, jazmines de España, jazmines del cabo, la flor de la pluma, madreselvas, diamelos, lilas, maitenes, el cedrón, camelias, laurel, rosa, fucsias, hortensias, espuelas de galán, achiras, fresias, azucenas, lirios, jacintos, narcisos, violetas, la flor del loto, acantos, docas, agaves, crategus, ligustrinas, nogales, paltos, damascos, granados, ciruelos, almendros (no decimos etcétera todavía, de adrede, por el solo gusto de nombrar), higueros, maquis, papayos, y muchos más. O ir por la ribera y poder nombrar a cada una de las hierbas que encontramos. Nos sentiríamos más en casa, más parte de este planeta nuestro, tan diverso, tan pleno de elementos y cosas por nombrar.

Pero se enseña poco el nombre de las plantas. En los colegios debería al menos un ejemplar de cada especie de árbol tener escrito su nombre. El profesor de Ciencias Naturales quizás podría llevar "a terreno" a sus alumnos y ponerlos en contacto con "el mundo en que vivimos", enseñarles a reconocer y a nombrar la naturaleza y con ello crear "la necesidad de nombrar". Una salida al campo, a las plazas, sería muchas veces más útil que el permanecer entre las paredes de la sala de clases. Aprenderían nuestro niños y jóvenes los nombres de los que nos acompaña a diario, de la vida en otra de sus manifestaciones, y de ahí al respeto por la naturaleza hay sólo un paso. Se respeta más lo que nombramos. Con el nombre las cosas salen de su "ser-genérico" y se nos hacen familiares.

Un día supimos de un profesor que le pidió a un joven que no estaba muy interesado en clases que saliera al patio y que le trajera anotado en su cuaderno los nombres de cada uno de los árboles y de las plantas que hallara. Este regresó sólo con un par de nombres y con el descubrimiento de que vivía en un mundo ignorando mucho de lo cotidiano de su entorno. En el fondo, era un extranjero en su propio colegio.

Mirar en la noche las estrellas y contemplarlas ya es mucho, y hermoso; pero cuando estas empiezan a ser nombradas. Orión, las Tres Marías, la Cruz del Sur, Escorpión, las Pléyades, la Constelación del Toro, ocurre que nos sentimos parte no sólo del planeta sino de un universo que empezamos a reconocer y a nombrar. Somos, entonces, ciudadanos del mundo y del universo.

Ver volar las aves y llamarlas por su nombre: queltehues, tordos, zorzales, jilgueros, loicas, triles, tencas, perdices, diucas, codornices, tortolitas, gorriones, gaviotas, alcatraces, cormoranes, y reconocer la solitaria eufemita, o con su pareja, libando en los abutilones, el escurridizo chercán, el casi doméstico chincol, el búho, la lechuza, el tiuque, el jote, todo esto contribuirá a hacernos menos solitarios, a que nuestras raíces se extiendan en nuestro planeta o, al menos, en nuestro lugar cotidiano. Y no pensemos que haya que aprender siempre estos nombres en los libros, ni en el jardín botánico ni en el zoológico, sino donde están mejor que en ninguna parte; ahí en nuestro entorno.

Alguien, o todos, en la escuela tiene que enseñar a nombrar lo que nos rodea, y ese maestro será inolvidable, porque generó en sus alumnos "la necesidad de nombrar". Con ello, cada uno podrá decir: "Vivo en un mundo que nombro, esto es, próximo, conocido, familiar...". En suma, en donde, en mayor medida, sabemos cómo nos llamamos. Desde allí, lo fraterno está más cerca.

(Publicado originalmente en El Líder de San Antonio el 6 de noviembre de 2001)

lunes, 2 de junio de 2008

Una balada de Carlos Henrickson


Carlos Henrickson Villarroel (Santiago, 1974) ha publicado varias
plaquettes y libros de cuentos y poesía, entre los que se cuentan Y si vieras la mañana (cuentos y poemas, Tomé, Ed. SRF, 1998), En tiempos como éstos (cuentos, Valparaíso, Ed. Gobierno Regional de Valparaíso, 2002) y An Old Blues Songbook (poemas, Santiago, Ed. del Temple, 2007), libro del que alguna vez hicimos una reseña. También ha realizado trabajos de crítica literaria, traducciones, recopilaciones de poesía porteña y ha organizado diversos encuentros poéticos. Ahora nos ha dejado publicar un poema inédito, de un nuevo conjunto en construcción.

BALADA DE LA APUESTA

Para S.

Parece simple empuñar la mano
y dejar las fichas en esta diabólica
mesa reglada: el croupier es un borracho
que sería mendigo sin esta ocupación
de estafa y juegos de mano evidentes
para el ojo bien entrenado. ¿Entrenaste
bien la pupila los doce años obligados y esos
cuantos más que hacen falta para ser
gente de provecho? Así que ves en qué
consiste este mercado de la usurpación:
ni la peor fiesta tropical dominguera
resistiría este tipo de escenas. Las tres patas
de la mesa del mercado del mundo cojean
y son de madera terciada. Todo se ha degradado
tanto, tanto, que obligados ponemos las fichas
en este gesto que parece tan simple. Pero hay
una diferencia. De vez en cuando tenemos que hacer
este truco: ocupamos con el cuerpo en pleno,
de un solo salto, la casilla, y la mesa
tambalea, las patas y la cubierta se despedazan
y dispersan, el resto de parroquianos miran,
aterrados. Y el borracho huye, pues reconoce
a un conocedor. El mundo es así de frágil:
un cualquiera como nosotros, torpe
lo hace caer; y siempre, siempre así, se gana
la apuesta, enteros para otro turno de baccarat,
otra larga noche en el casino, sonrientes,
vivo el color de las mejillas,
victoriosos.