miércoles, 14 de abril de 2010

Solsticios, de David Villagrán: una promesa por cumplir


David Villagrán es egresado de Literatura de la Universidad de Chile y éste es su primer libro. Solsticios: poesía que se regocija en el oído, en la música de las palabras, de las frases que se hilvanan como recuperando una memoria que sólo puede ser abierta pulsando esos acordes, yendo a ese ritmo. Poemas con motivos helénicos (ya lo anuncia el epígrafe de la Ilíada, “a fin de que sirvamos a los venideros de asunto para sus cantos”) y deudor de Góngora en la ejecución del verso. Para Villagrán, en este libro, parece no importar tanto lo que se dice, sino el valor inmanente de la palabra y la construcción de sentido a partir del sonido. Hace un despliegue muy brillante de recursos métricos y retóricos, la mayoría de los cuales sólo alcanzamos a intuir, dada nuestra poca instrucción en la materia.


Los motivos helénicos de este viaje, empero, funcionan aquí como alegoría imprecisa o parodia sin trueno. Quiero decir: lo que leemos regocija el oído, pero es literariamente poco verosímil. No está adecuadamente calibrada la relación sonido-sentido, porque, por más que la música funcione, los textos no se asientan en la mirada de un sujeto que nos interpele. En vez de eso, el hablante que protagoniza las escenas es un discurso, hecho a jirones de imágenes y múltiples citas (como ésta de Homero, si la memoria no me falla: “porque no hay ser más desgraciado que el hombre / entre cuantos se mueven sobre la tierra”), que están incorporadas a esa voz, sin que se distinga su procedencia, pues en verdad todo en este libro es de una u otra forma cita y reescritura de una belleza que se exhibe como una vieja túnica que conserva, después de siglos, todo su esplendor; pero que ya nadie usa. Una propuesta que quizás responde a la manera algo anquilosada con que la Academia mira la poesía greco-latina, sin lograr actualizarla de forma convincente.

Dentro de toda esta ficción helénica y su viaje por antiguos mares (que me parece un discurso reaccionario frente al hoy, mas no afirmativo aún de una estética propia) hay por cierto momentos de excelente poesía, en que todo se conjuga de una manera que desearíamos fuera predominante, como en el poema “Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza”. El libro termina con un texto en forma de anillo, en una suerte de epílogo contemporáneo a este viaje neo-homérico. Villagrán, pese a los reparos expuestos, ha dado aquí elocuentes muestras de que puede ser uno de los mejores entre los mejores. Su sensibilidad y prematuro dominio del oficio auguran excelente libros venideros.


(A.F. En Letras.s5.com)

martes, 23 de marzo de 2010

Elogio de la Patria de Valdebenito

Los 42 poemas que conforman Patria, de Ángel Valdebenito Verdugo (Ediciones del Temple, 2008) están divididos en tres partes, pero logran una unidad de sentido y estilo admirables. Hay una tensión y una coherencia que se sostienen a lo largo del libro, aunque aborde distintos temas. De principio a fin, es un conjunto de versos libres muy bien medidos, con las sílabas precisas y el oído siempre comandando los avances. Cada poema: una tropa de versos que vienen de o van a la guerra. Una guerra sin estruendo, que no es épica, sino del día a día. Hay un desenfado conservador, un sujeto que usó los uniformes de la patria “como si nada” y que prefiere “el orden anterior a la pedrada”. Que presume de la rectitud en que se van consumiendo sus días, con horarios fijos y las preocupaciones vulgares de la mayoría. Cero heroísmo, ningún ansia de distinción, sólo el deseo de vivir en paz.

El tema de la patria es espinudo. ¿Qué es ser patriota? ¿Hay sólo una forma de serlo? “Un país es sólo un país, toda tierra es la tierra de nadie”, dice el colega Henrickson desde la vereda del frente. En términos muy básicos, la patria se define (según wikipedia) como “la tierra natal o adoptiva a la que un individuo se siente ligado por vínculos de diversa índole, como afectivos, culturales o históricos”. Un espacio del que nos sentimos parte y que sentimos que nos pertenece. Y ese sentimiento de pertenencia no siempre es compartido por todo el pueblo, que muchas veces ha sido acusado de “antipatriota” por solidarizar con las clases oprimidas de países vecinos antes que con otros compatriotas.

Este sentimiento de pertenencia a la patria conlleva también orgullo y amor a la misma. Y estos sentimientos nos son inculcados desde el colegio, en que nos enseñan que Prat es un héroe y que tenemos que celebrar la independencia en septiembre. Y que tenemos que ir a la guerra para defender la patria si es preciso. Muchos nos rebelamos ante eso, pero intuyo que hay una forma de patriotismo que no se hace eco de estos relatos históricos que suelen justificar la acción de los poderosos o la defensa de los intereses de las clases altas, que gracias a este sentimiento patriota mandan a morir a la guerra a muchos para salvar o incrementar sus privilegios.

Un patriotismo que no defiende estos relatos, que no ensalza a los héroes de la historia oficial, que no tiene que ver con las insignias y las proclamas patrióticas. Un patriotismo que ame a la patria en sus propios términos. Un amor menos complaciente, no ciego, sino de ojos tremendamente abiertos. Ese es el caso de Valdebenito.

La efervescencia patriota nos brota principalmente con los triunfos deportivos y las catástrofes. Pero este libro está escrito en días neutros, sin justificaciones. El que habla en estos poemas es un sujeto que, sin comulgar con los poderosos, evoca amablemente el busto de un viejo coronel, o recuerda sin rencor el regimiento, que son nada más que la imagen de la continuación de un orden del que el hablante no necesita o no quiere salir. Ante una protesta, con la luz cortada por los enfrentamientos entre policía y manifestantes, dice: “La piedra disparada hacia el carabinero /hizo un buen trabajo, aunque en el cuerpo equivocado”. Y ahí maldice la interrupción del orden y recuerda el busto del coronel Beauchef, “severo y noble entre nosotros”. Ve ese afuera como un simulacro que, por la efeméride de turno, vale más que el suyo. Pero prefiere el orden anterior, con sus falencias, a un nuevo orden traído de la mano que lanzó la pedrada.

Sin embargo, no ha sido “un cero a la izquierda, vendedor de tus tierras”, le dice a su patria: no hay posibilidad de identificación política con la derecha neoliberal actual. Aquí Valdebenito nos conecta con una visión de mundo conservadora, pero de otro tiempo y aún viva, que disfruta de las escenas campestres y que es patriota en el sentido de querer el terruño, de tener orgullo “de pertenecer al kilómetro 15, al 100 o al 727”. De vivir en las fronteras heredadas y no ansiar salir de ahí, pese a tener que soportar las expectativas familiares y todo el sistema de valores comunes de sus compatriotas. Por esto también tiene otra patria, la de los objetos que lo rodean y la materia “a la que va atado como a la muerte”, una patria “entre muebles que se arriman en silencio”.

De este modo, el sujeto que habla en estos versos vive la difícil vida de quien acata las reglas y disfruta de la tranquilidad del orden, cuando puede. Sin joder al resto y sin tolerar que el resto lo joda.

Aquí se canta a la patria del día a día, la única guerra posible para quien no cree en grandes épicas. Apuesta al rigor en la vida y en la escritura. Valdebenito entra en la cotidianidad más próxima, de los que asumen responsabilidades, los que entran al sistema, los que contraen deudas y aún así (o sólo así) pueden ver lo que sucede a su alrededor con ojo crítico, irónico, escéptico, y resignado. Ahí hace su “inventario de especies”, escenas de compatriotas que representan a miles. No es preciso estar-fuera-de-la-sociedad para hacer poesía, ese es un simulacro que ya pocos creen, y que aún menos llevan a sus últimas consecuencias. La gente endeudada, el pueblo no combativo, no revolucionario, que se levanta todos los días a las 6 am, están presentes aquí. Y es esa cotidianidad la que se transfigura en poesía legible y culta. Hay referencias a la cultura popular y hay sensibilidad social, pero todo tamizado y enriquecido por un amplio bagaje, no ostentado. Es poesía que se nutre fundamentalmente de la vida, no de los libros ciertamente leídos.

El autor escribe de manera exacta, sin ramaje de más, pero con ramas largas cargadas de frutos. Diríase que paladeando cada frase. Y usa muy bien el suspenso, un recurso difícil y poco frecuente hoy por hoy en la poesía nuestra. Escribe de lo que le atañe: los problemas familiares, las evocaciones crudas –ni una pizca de romanticismo– del lar sureño, su visión irónica de lo que nuestra sociedad llama éxito, el honesto desinterés por el prójimo abstracto (“el prójimo / una fogata mal apagada en la esquina anterior”), las conversaciones ridículas con los amigos.

Es un estilo de vida y un estilo de escritura entrelazados, pues Valdebenito consecuentemente no quiere romper el orden de la tradición poética chilena. Desde dentro, logra dar un paso más, siendo original en lo antiguo. Logra entonar lo que se llama “una voz propia”, distinguible de sus influencias. Y así podemos leer muchos poemas memorables, dignos de las antologías más exigentes. Que podemos disfrutar sin necesariamente sentirnos identificados: otro logro. Leer este libro me hizo recordar aquello que decía Teillier de Rolando Cárdenas, de que no tenía poemas malos. Este libro, el segundo de su autor después de “Papeles de la Villa Hostil” (1999), es así: no tiene poemas malos y tiene muchos muy buenos. Y también incursiones notables en la poesía en prosa, como “Abatido”, ese entrañable pájaro “cuyo canto no cumple función alguna en su entendimiento con el medio externo o el resto de su especie”, pero que “arrulla en él una imperfecta esperanza, y reniega para sí el oficio de los demás, y refunfuña, pero no vuela”.

(A.F.)

A propósito de Intemperancia, de H. Figueroa, y los efectos de una mediocridad refrescante

Pese a haber sido reeditado hace relativamente poco (2007, Ed. Tácitas), Intemperancia, de Héctor Figueroa, cuenta con una “edición preliminar” del 2002 que llevaba otro título (Groggy), de la que ahora podemos leer una versión depurada y aumentada. ¿Definitiva? Quién sabe. El libro ya ha sido comentado, desglosado, vinculado con poetas de otras latitudes e interpretado (sírvase googlear), por lo que sólo quiero hacer algunos alcances, luego de disfrutar su lectura.

Como todo está tan bien ajustado dentro de un buen poema, cuesta decir por qué es bueno, por qué funciona. Y los poemas de este libro funcionan con el mecanismo del reloj más exacto, aunque parezcan desprolijos y sucios. Para Figueroa, la desprolijidad y la suciedad no es parte de su estilo sino un efecto que genera su escritura: en el libro todo es verosímil, no hay afectación, ni rigidez, ni palabras que estén realmente de más. Para eso no es suficiente la “honestidad” que destila (otro efecto: la poesía barroca o metafísica también pueden ser honestas). Eso requiere trabajo.

Me permito una cita que se le puede aplicar a su mismo autor: hablando de W. Carlos Williams, escribe Figueroa: “se admira el sudor de su técnica, /la belleza de sus poemas objetivistas. /Poeta-testigo/de ojeada proyección lúcida/ como si no costara nada el escribir”. No sé si los poemas de Figueroa son objetivistas (“averiguar bien qué chucha es un poema objetivista”); pero sí genera el efecto en el lector de que pareciera “que no costara nada el escribir”. El poeta tiene un extraordinario dominio de su oficio, y llegado a tal punto, ya no hay recursos ni palabras vedadas, o “temas poéticos” separados de la vida. Sólo la más descarnada honestidad, muy en la línea de Lihn (la poesía no debe engañar), pero sin el retoricismo ni la vocación dramática-escénica de Lihn, de quien Figueroa incluye al final del libro un logrado retrato-collage a partir de frases del poeta dichas en entrevistas, poemas y artículos. Escrito en primera persona, a lo Spoon River pero más extenso –de hecho también hace lo mismo con Edgar Lee Masters.

De esta manera, Figueroa prefiere generar un llano efecto de espontaneidad y es siempre inteligible. Tiene gracia. Y al mismo tiempo habla de auto-destrucción, bordea lo suicida. Es trágico, no terriblista. Para este autor y los que llegan a este punto, todo puede caber en un poema, hasta lo más prosaico puede generar un remezón poético. Mezcla de materiales nobles con materiales de desecho, cartones encontrados en la calle con acuarelas y pinceles finos.

Pero insisto, para que eso funcione requiere de mucho oficio, además de talento. Eso muchos no lo entienden y se apresuran a publicar diarios en verso que sólo logran hacer un auto-altar de la propia experiencia sobrevalorada. Cuesta llegar a conjugar bien materiales líricos con lo que se puede sacar de lo más pedestre de la vida cotidiana. Cuesta traer todo tipo de cosas de la propia vida a la escritura sin resultar anodino. Y lograr que además suene bien. Es muy difícil llegar a un tono patético con la dignidad suficiente de no pedir compasión. Ahí entra el humor, muchas veces negro, que salva el patetismo del tono confesional de Figueroa, pues sabe reír a tiempo del absurdo de todo y de sí mismo. Es la verdad del borracho y del bufón. El que habla en estos versos tiene de ambos.

Es un libro espiritualmente denso, sin ser grave (cercano en este sentido, entre los chilenos, a Polhammer o a Bertoni, quizás; pero en otro tono, más amargo) y también suelto de estilo, pues no se aferra a una sola técnica a la hora de cocinar sus versos y disponerlos en el plato-página. Usa amplitud de recursos, pero combina bien los ingredientes, no al tuntún; es coloquial y ligero de ritmo, pero apunta a las fibras últimas. Aquí hay un hablante que arriesga, un hablante radical, un tipo que no quiere ser mejor que otros, ni ser el peor de todos. Por algo, uno de los mejores poemas del conjunto se titula “Mediocre”. Lejos de la farsa ambiente (a la que enfrenta) y del exitismo disfrazado de margen, una poesía que se aleje de la flojera y el facilismo asociado a este estilo de escritura hoy está plenamente a contrapelo. Y se agradece.

(A.F.)