Por José Miguel Ruiz
En general nos movemos por el mundo sin nombrar las cosas. Vemos, por ejemplo, un pájaro en una rama y decimos que es un pájaro y donde está... en un "árbol". No decimos "es un tordo en un cedro", "una eufemita en el magnolio", "una loica en el espino", "un zorzal en el abeto", y si bajamos la vista no sabemos llamar a la vincapervinca, al helecho, a las pequeñas plantas que hallamos y hollamos a nuestro paso. Somos un poco, o bastante, extranjeros en este mundo. Caminamos sin poder nombrar. Nos faltan las palabras precisas. Paseamos por la plaza y pocos son capaces de llamar a cada árbol por su nombre.
Qué distinto sería todo si pudiéramos reconocer a los árboles y plantas que encontramos por cualquier parte y darles su nombre exacto (no estoy pensando en la terminología científica, propia de los especialistas): plátanos orientales, álamos, olivos, cedros, abetos, abedules, encinas, ceibos, cipreses, laureles, magnolios, pimientos, sauces, eucaliptos, jacarandaes, aromos, acacios, ficus, boldos, peumos, litres, canelos, saucos, gomeros, buganvillias, abutilones, jazmines de España, jazmines del cabo, la flor de la pluma, madreselvas, diamelos, lilas, maitenes, el cedrón, camelias, laurel, rosa, fucsias, hortensias, espuelas de galán, achiras, fresias, azucenas, lirios, jacintos, narcisos, violetas, la flor del loto, acantos, docas, agaves, crategus, ligustrinas, nogales, paltos, damascos, granados, ciruelos, almendros (no decimos etcétera todavía, de adrede, por el solo gusto de nombrar), higueros, maquis, papayos, y muchos más. O ir por la ribera y poder nombrar a cada una de las hierbas que encontramos. Nos sentiríamos más en casa, más parte de este planeta nuestro, tan diverso, tan pleno de elementos y cosas por nombrar.
Pero se enseña poco el nombre de las plantas. En los colegios debería al menos un ejemplar de cada especie de árbol tener escrito su nombre. El profesor de Ciencias Naturales quizás podría llevar "a terreno" a sus alumnos y ponerlos en contacto con "el mundo en que vivimos", enseñarles a reconocer y a nombrar la naturaleza y con ello crear "la necesidad de nombrar". Una salida al campo, a las plazas, sería muchas veces más útil que el permanecer entre las paredes de la sala de clases. Aprenderían nuestro niños y jóvenes los nombres de los que nos acompaña a diario, de la vida en otra de sus manifestaciones, y de ahí al respeto por la naturaleza hay sólo un paso. Se respeta más lo que nombramos. Con el nombre las cosas salen de su "ser-genérico" y se nos hacen familiares.
Un día supimos de un profesor que le pidió a un joven que no estaba muy interesado en clases que saliera al patio y que le trajera anotado en su cuaderno los nombres de cada uno de los árboles y de las plantas que hallara. Este regresó sólo con un par de nombres y con el descubrimiento de que vivía en un mundo ignorando mucho de lo cotidiano de su entorno. En el fondo, era un extranjero en su propio colegio.
Mirar en la noche las estrellas y contemplarlas ya es mucho, y hermoso; pero cuando estas empiezan a ser nombradas. Orión, las Tres Marías, la Cruz del Sur, Escorpión, las Pléyades, la Constelación del Toro, ocurre que nos sentimos parte no sólo del planeta sino de un universo que empezamos a reconocer y a nombrar. Somos, entonces, ciudadanos del mundo y del universo.
Ver volar las aves y llamarlas por su nombre: queltehues, tordos, zorzales, jilgueros, loicas, triles, tencas, perdices, diucas, codornices, tortolitas, gorriones, gaviotas, alcatraces, cormoranes, y reconocer la solitaria eufemita, o con su pareja, libando en los abutilones, el escurridizo chercán, el casi doméstico chincol, el búho, la lechuza, el tiuque, el jote, todo esto contribuirá a hacernos menos solitarios, a que nuestras raíces se extiendan en nuestro planeta o, al menos, en nuestro lugar cotidiano. Y no pensemos que haya que aprender siempre estos nombres en los libros, ni en el jardín botánico ni en el zoológico, sino donde están mejor que en ninguna parte; ahí en nuestro entorno.
Alguien, o todos, en la escuela tiene que enseñar a nombrar lo que nos rodea, y ese maestro será inolvidable, porque generó en sus alumnos "la necesidad de nombrar". Con ello, cada uno podrá decir: "Vivo en un mundo que nombro, esto es, próximo, conocido, familiar...". En suma, en donde, en mayor medida, sabemos cómo nos llamamos. Desde allí, lo fraterno está más cerca.
(Publicado originalmente en El Líder de San Antonio el 6 de noviembre de 2001)
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