martes, 23 de diciembre de 2008

A 25 años de La Ley de la Calle (o cuando Coppola sentó cabeza)

por Marcelo Morales


Corría el año 83, hace 25 años atrás, y Francis Ford Coppola trataba de salir del infierno, tal como el personaje de Martin Sheen en Apocalipsis Now. Toda la gloria del director más reconocido de la década de los 70s se había esfumado gracias a la megalomanía que en la que entendiblemente había caído. Comprensible furor de una mole cinematográfica viviente que había logrado hitos como ser el único director nominado al Oscar como Mejor Director dos veces en un mismo año (en 1974 por La Conversación y El Padrino 2) y haberse echado al bolsillo dos Palmas de Oro de Cannes (por La Conversación y Apocalipsis Now). Y a todo ello sumándole la pleitesía que le rendía la crítica y los espectadores de sus filmes. Creerse el cuento entonces, no sonaba tan disparatado.

Todo porque en 1982 estrenó el ambicioso musical One from the Heart y en las boleterías no recuperó ni la décima parte de los 20 millones de dólares que había costado. Una película de grandes proporciones, pero artísticamente mediocre lo llevó al foso. Coppola cayó completamente en la bancarrota, embargaron su estudio (American Zoetrope) y nadie confiaba en él.
El gordo tuvo que comer menos pasta, sacar a las esculturales modelos que invitaba a su mansión, cortar la fiesta y volver a los cuarteles de su genio. Llegó entonces a sus manos una novela juvenil de S.E. Hilton llamada Rumble Fish y la adaptó impregnándole una poética visual inspirada en los filmes de Orson Welles, mezclada con un elegante surrealismo que juega constantemente con el paso del tiempo. Así, con más ganas que monedas, nace La Ley de la Calle.

Corre la cinta y las nubes se mueven a una velocidad irreal y al fondo de una brumosa imagen se lee en un cartel “El chico de la motocicleta reina”. Minuto 16. El día no tarda en hacerse noche en un blanco y negro contrastado al máximo. De la oscuridad, de en medio de una cruenta pelea callejera en una desierta estación de metro por donde revolotean palomas blancas, surge El chico de la Moto para salvar a su hermano menor, Rusty James. La leyenda viviente ha regresado y Rusty James entusiasmado quiere vivir emociones al límite junto a su hermano mayor, pero él ya no es el mismo. No es el peleador callejero, el mito del barrio. Habla de forma suave, está daltónico y está semi sordo. Su vida no parece encajar en los caóticos tiempos en donde su hermano busca dárselas de duro. El motoquero vive una crisis existencial que se grafica magistralmente en los únicos elementos que poseen color en la película: unos peces de una tienda de mascotas que están separados porque sólo buscan pelear contra el otro. El chico de la motocicleta se pregunta si libres en el río seguirían siendo tan violentos.

Así, a través de encuadres perfectos, alucinaciones con rasgos expresionistas, en donde el tiempo (siempre el tiempo) corre a raudales, Coppola –que de paso dice homenajear a su hermano con el chico de la moto y que él se refleja en el irresponsable Rusty James- grafica una juventud ahogada en un ambiente que no les ofrece nada más que devorarse entre ellos mismos. Si, hay muchas películas que retratan lo mismo, pero no tan en la línea arriesgadamente surrealista y exquisita en la que Coppola filma La Ley de la Calle.

Un filme de culto que además cuenta con las primigenias actuaciones de Matt Dillon, Mickey Rourke, Nicholas Cage, Chris Penn, Diana Lane y Lawrence Fishburne (además de la aparición de Tom Waits) y con una excelente música aportada por el baterista de The Police, Stuart Copeland. Un filme de un director que recobró la razón para hacer una película que a 25 años merece seguir siendo recordada. En la era del DVD fácil de conseguir. En la era del Internet, fácil de descargar.



miércoles, 10 de diciembre de 2008

Tecnopacha: esto no es creatividad mall

("Tecnopacha", de Oscar Saavedra Villarroel. Editorial Zignos, Lima, 2008)

por Andrés Florit C.

Tecnopacha, el primer libro de Oscar Saavedra Villarroel (Santiago, 1977), es una barricada efectiva en estos tiempos de alienación política y totalitarismo mediático que vivimos en buena parte de Latinoamérica, y con particular énfasis, en Chile. Saavedra afrontó un desafío no menor y salió airoso, sumergiéndose en el magma de un volcán tapado con diario: la tácita renuncia a vivir un orden distinto del que nos rige, que es el capitalismo y sus derivados. Y que nos afecta en cada acto cotidiano y por cierto en el quehacer artístico.

Pero el "mensaje" de esta voz que no transa su "bolchevique emotion" no tiene nada de nuevo y por lo mismo este libro corría el riesgo de ser un panfleto más, otro gesto "político" grandilocuente y narciso, fútil y fatuo.

"Vehiculizar la poesía para la transmisión ideológica (a nivel, incluso, de la política contingente) significa privarla de su especificidad y reducirla –subordinando un nivel de producción a otro- a un mero papel ornamental (...) Esto significa que poesía y política deben encontrarse en un punto en que su afinidad garantice una suerte de combinación química, y no una mera mezcla física de sus respectivos elementos", sostuvo en alguna oportunidad Enrique Lihn, dando cuenta de la dificultad de este reto: que el discurso político no fagocite al poético.

Y el gran mérito de Saavedra es que logra hacer poesía. Una poesía situadísima, en un Santiago apenas ficcionado y por tanto reconocible, pero que sólo funciona como escenario y telón de un discurso que no está para contar anécdotas: el poeta se colocó un arnés épico y puso a hablar a una voz alucinada (PachaHombre, Bolchevique Emotion), logrando hacer hablar al lenguaje por sobre sus sentidos comunes y sus sobreentendidos. En Tecnopacha, la frescura verbal y rítmica nos conecta con lo atávico de un origen remoto y presente. Desde el título acierta al situarnos en un territorio híbrido, que no reivindica un origen americanista-puro, sino que aborda la complejidad de una trama en la que ya no sabemos dónde comienza Occidente y dónde termina la identidad de nuestro continente que vive día a día bajo la tensión de un orden que lo sobrepasa.

Esto es develado en forma rotunda a través del lenguaje, mediante recursos certeros (neologismos como la misma "tecnopacha" o "usaísta" para referirse a la proclividad hacia USA, o la sustantivación de adjetivos y viceversa) y una épica hiper-actual que inventa para mostrar, con ironía y humor negro, siendo en su ficción más realista que cualquier "realismo".

El campo cultural en que se mueve esta voz no es trivial: va y viene de lugares en que es repelido o perseguido, por la "policía-beat" o la "mafia objetivista", y en que es llamado a competir con "espejos quebrados / y la vejez ansiosa de una creatividad mall". Pero Saavedra no equivoca el tiro: no pierde el tiempo intentando posicionarse, ya sea luciéndose o hablando mal de sus pares. Afronta su labor con genuina vocación de búsqueda poética y con la mira en el verdadero enemigo, que está en otro lado, o adentro.

martes, 9 de diciembre de 2008

Dos poemas de Juan Pablo Pereira

Está la tentación de presentar a los amigos, de decir: él es Juan Pablo Pereira, nació el 78, aún no publica libros, es un poeta re bueno, etc. Pero para qué. Que hablen sus poemas, que por algo los publico:


Para un proyecto realmente oscuro
que abandone los versos pintados de color
y se entregue sin más a la desidia de la siesta;
para coger sin pausa los retazos negros
que sabemos abandonan los maestros
y nos mantienen vivos y con hambre;
para olvidar nuestra falta de propósito
y decir de nuevo sí, es posible,
como un poeta intenta otro empleo que lo teche
frente a la tempestad que derrama de la boca,
débil pero fría
y por ello susceptible de matar;
para incluir la enseñanza que recuerda,
que no entiende
y recita como un mantra frente a una tumba abierta
florida, poblada de hongos,
de sentidos que no encuentran su verso
pero que se describen en él,
sin desperdiciar nada.


**


No me creo, pero puedo redactar desde un error.
Estoy solo y soy fuerte. He caminado
desde de mi pieza a la calle y vuelvo cada vez.
No he matado a nadie. Miré todo lo que pude.
Me movía como un mudo, pero ya no.
Los caracoles siguen mereciendo mi piedad
y eso no ha salvado a dos o tres de mi torpeza endurecida.
Pero me saco los zapatos para subir a tu lado
y una vez traje una rama quebrada
que puse en tus manos. Lo he hecho mal
pero lo hice.

martes, 2 de diciembre de 2008

La Teletón: una mentira piadosa

Por Álvaro Cuadra


Desde hace ya bastantes años, Don Francisco, un animador de televisión emblemático, nos tiene acostumbrados a la Teletón, mezcla de espectáculo y justa deportiva. Durante las veinticuatro horas de "amor", todo el país vive el "suspenso" para alcanzar una meta monetaria. Grandes empresas aportan jugosos cheques junto al niño modesto que lleva su alcancía con algunas monedas. Todo parece estar hecho para provocar el efecto melodramático que yuxtapone vedettes semidesnudas salpicadas de lentejuelas con muletas y sillas de ruedas.

Los rostros de la televisión parecen olvidar por un instante la vida frívola de la farándula para hacer su aporte en esta puesta en escena de la "telemoral". Todo Chile exculpa sus faltas en este show de sentimientos encontrados, todos tenemos, finalmente, la oportunidad de sentirnos "buenos y bondadosos". La gran falta que se oculta detrás de esta escenificación caritativa es, precisamente, que la "caridad" no es lo mismo que la justicia social. Los problemas que delata la Teletón son aquellos de un mundo injusto y desigual que obliga a los minusválidos a mendigar cada tanto por sus prótesis y tratamientos médicos.

Como todos los productos televisivos, la Teletón se rige por el principio de lo efímero: los minusválidos se ponen de moda, tanto como el sentimiento patrio o el espíritu navideño. Se trata de una moral de temporada que nos arranca lágrimas la última semana de noviembre, pero que no alcanza para se aprueben leyes adecuadas para salvaguardar a nuestros enfermos y tampoco alcanza para crear un país más justo y equitativo. Esta moral epidérmica se olvida pronto frente a cualquier otro evento que convoque al país.

La Teletón, bien mirada, es un montaje, una simulación, una mentira piadosa. Es la manera como una sociedad profundamente individualista, competitiva y consumista convierte a los enfermos en objeto de consumo de masas, en espectáculo. Un reconocido showman preside la liturgia en que se consagra la mentira, aquella que hace aparecer a los señores empresarios, siempre mal dispuestos a pagar sueldos éticos, como seres sensibles y generosos ante el dolor del prójimo.

De alguna manera, la Teletón hace evidente el tinglado moral en que se mueve la sociedad chilena y que limita de manera inevitable con el mercado y el espectáculo, es decir con el dinero y las apariencias. Chile se ha convertido en un país insensible a los pobres y a los débiles en que sólo importa el dinero. La Teletón muestra la falsa ética de un país indolente a través de la fórmula de un "marketing humanitario" que promueve una visión sentimental y "kitsch" de una cultura degradada. Por último, la Teletón divierte a las masas que respiran aliviadas tras veinticuatro horas de espectáculo y entretención en un "final feliz" que les hace creer, ingenuamente, que nuestro país es un lugar justo y bueno.

*Artículo publicado hoy en El Mostrador. Álvaro Cuadra es investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. Arena Pública, Plataforma de Opinión. Universidad ARCIS


Comparto aquí también la visión de SubVerso sobre este tema: