domingo, 13 de abril de 2008

In memoriam José Miguel Vicuña (1920-2007). Una crónica póstuma, escrita dos años antes de su muerte.



Breve cita con un hombre de fuego

(22 de octubre de 2005)

por A.F.

“Una casa con hartos árboles” me había dicho. Llegué al lugar indicado: efectivamente había frondosos árboles, en un patio lleno de malezas, un no sé qué de tiempo detenido, serenamente antiguo. Un hombre mayor se asoma. “¿Si? ¿Qué desea? ¿Para qué lo quiere? ¿Viene a vender algo o es poeta?”. Luego supe que era su hijo. Me hizo pasar al living. Dentro, una luz mortecina, muebles viejos, el ventanal hacia un patio interior que parecía extenso. Se respiran los años. La casa, sin embargo, ya está vendida a una empresa constructora, al igual que las de sus vecinos. “Siéntese y espere, lo voy a buscar”. Había un silencio de tiempo detenido. Momentos después apareció el poeta. Una larga barba blanca, largas cejas grises, ojos oscuros, amable, se sienta a mi lado y comienza la plática.

Su nombre es José Miguel Vicuña. Fui a verlo porque supe que conoció a mi tío abuelo, de quien estoy escribiendo algo. Tiene 85 años, que conserva totalmente lúcido y entusiasta al hablar de poesía. Su señora, la poetisa Eliana Navarro, en ese momento estaba en cama, no muy bien de salud. “Parece que a ella le ha afectado más el paso del tiempo”, me dice, melancólico. Hace 50 años fundó, junto a Carlos René Correa, el “Grupo Fuego de la Poesía”: “La idea fue mía. Convencí a Carlos René, que quería hacer una cooperativa de poetas, para publicar libros. Pero esas cosas no funcionan, los dos primeros publican y los demás sólo pierden plata –dice riendo. Le propuse que hiciéramos algo distinto”. Quiso formar un grupo de poetas que se reuniera una vez al mes a almorzar y compartir, conversar de poesía, de la vida. Inicialmente había cerca de 30 poetas. Las primeras reuniones fueron en el Círculo de Periodistas. Luego el Grupo se fue extendiendo, renovando. “En esa reunión inicial no estaba tu tío abuelo, pero llegó pronto”, me dice. Juan Florit, el personaje en cuestión, perteneció a cuanta organización poética existiera. Me dice que era muy simpático, pero que no cultivaron una relación profunda. “Me invitó varias veces a su casa, pero nunca pude ir. Yo vivía en La Florida, él en la Gran Avenida. Había bastante diálogo, pero no fue una amistad mayor”.

Por el Grupo Fuego han pasado muchos poetas. Aún se reúnen a almorzar una vez al mes, me cuenta, mientras toma su café. Siempre hay cerca de 30, 40 personas. Ha estado presente alguna vez Gerardo Diego, y otros extranjeros que han andado de visita en Chile. Tienen un sello editorial que funciona en la práctica como autoedición: el autor tiene que financiar su obra, recurriendo –como es clásico- a la venta anticipada de ejemplares a sus amigos. “Hemos sacado cerca de 150 libros, pocos para los años que llevamos. Deberíamos haber sacado 500”.

Don José Miguel es un hombre que ríe. Ríe al recordar anécdotas, al expresar sus pensamientos. Arde con la poesía, su compañera de toda la vida, con la que lleva casi tantos años como con su esposa Eliana, con quien se casó muy joven. Antes de irme, me regala su libro “Elemento y Súplica”, que lleva también el sello del Grupo Fuego (2000), y me cuenta que tiene un libro terminado, que está en manos del editor. Pero no sabe cuándo va a aparecer, pues se requiere algo de plata que no tiene. “Entiendo que este sería el último, porque ya estoy demasiado viejo”, dice risueño. En realidad parece de una edad indeterminada, como un viejo personaje de novela. De todas formas, como dice en “Testamento”: “No importa, pues, que caiga /este telón de tierra, /cuando otras primaveras /insinúan su andar”.

1 comentario:

Unknown dijo...

No conocía este texto que, por lo demás, está muy bello. Al parecer lo tenías muy bien guardado.
Un beso,

I.