Los 42 poemas que conforman Patria, de Ángel Valdebenito Verdugo (Ediciones del Temple, 2008) están divididos en tres partes, pero logran una unidad de sentido y estilo admirables. Hay una tensión y una coherencia que se sostienen a lo largo del libro, aunque aborde distintos temas. De principio a fin, es un conjunto de versos libres muy bien medidos, con las sílabas precisas y el oído siempre comandando los avances. Cada poema: una tropa de versos que vienen de o van a la guerra. Una guerra sin estruendo, que no es épica, sino del día a día. Hay un desenfado conservador, un sujeto que usó los uniformes de la patria “como si nada” y que prefiere “el orden anterior a la pedrada”. Que presume de la rectitud en que se van consumiendo sus días, con horarios fijos y las preocupaciones vulgares de la mayoría. Cero heroísmo, ningún ansia de distinción, sólo el deseo de vivir en paz.
El tema de la patria es espinudo. ¿Qué es ser patriota? ¿Hay sólo una forma de serlo? “Un país es sólo un país, toda tierra es la tierra de nadie”, dice el colega Henrickson desde la vereda del frente. En términos muy básicos, la patria se define (según wikipedia) como “la tierra natal o adoptiva a la que un individuo se siente ligado por vínculos de diversa índole, como afectivos, culturales o históricos”. Un espacio del que nos sentimos parte y que sentimos que nos pertenece. Y ese sentimiento de pertenencia no siempre es compartido por todo el pueblo, que muchas veces ha sido acusado de “antipatriota” por solidarizar con las clases oprimidas de países vecinos antes que con otros compatriotas.
Este sentimiento de pertenencia a la patria conlleva también orgullo y amor a la misma. Y estos sentimientos nos son inculcados desde el colegio, en que nos enseñan que Prat es un héroe y que tenemos que celebrar la independencia en septiembre. Y que tenemos que ir a la guerra para defender la patria si es preciso. Muchos nos rebelamos ante eso, pero intuyo que hay una forma de patriotismo que no se hace eco de estos relatos históricos que suelen justificar la acción de los poderosos o la defensa de los intereses de las clases altas, que gracias a este sentimiento patriota mandan a morir a la guerra a muchos para salvar o incrementar sus privilegios.
Un patriotismo que no defiende estos relatos, que no ensalza a los héroes de la historia oficial, que no tiene que ver con las insignias y las proclamas patrióticas. Un patriotismo que ame a la patria en sus propios términos. Un amor menos complaciente, no ciego, sino de ojos tremendamente abiertos. Ese es el caso de Valdebenito.
La efervescencia patriota nos brota principalmente con los triunfos deportivos y las catástrofes. Pero este libro está escrito en días neutros, sin justificaciones. El que habla en estos poemas es un sujeto que, sin comulgar con los poderosos, evoca amablemente el busto de un viejo coronel, o recuerda sin rencor el regimiento, que son nada más que la imagen de la continuación de un orden del que el hablante no necesita o no quiere salir. Ante una protesta, con la luz cortada por los enfrentamientos entre policía y manifestantes, dice: “La piedra disparada hacia el carabinero /hizo un buen trabajo, aunque en el cuerpo equivocado”. Y ahí maldice la interrupción del orden y recuerda el busto del coronel Beauchef, “severo y noble entre nosotros”. Ve ese afuera como un simulacro que, por la efeméride de turno, vale más que el suyo. Pero prefiere el orden anterior, con sus falencias, a un nuevo orden traído de la mano que lanzó la pedrada.
Sin embargo, no ha sido “un cero a la izquierda, vendedor de tus tierras”, le dice a su patria: no hay posibilidad de identificación política con la derecha neoliberal actual. Aquí Valdebenito nos conecta con una visión de mundo conservadora, pero de otro tiempo y aún viva, que disfruta de las escenas campestres y que es patriota en el sentido de querer el terruño, de tener orgullo “de pertenecer al kilómetro 15, al 100 o al 727”. De vivir en las fronteras heredadas y no ansiar salir de ahí, pese a tener que soportar las expectativas familiares y todo el sistema de valores comunes de sus compatriotas. Por esto también tiene otra patria, la de los objetos que lo rodean y la materia “a la que va atado como a la muerte”, una patria “entre muebles que se arriman en silencio”.
De este modo, el sujeto que habla en estos versos vive la difícil vida de quien acata las reglas y disfruta de la tranquilidad del orden, cuando puede. Sin joder al resto y sin tolerar que el resto lo joda.
Aquí se canta a la patria del día a día, la única guerra posible para quien no cree en grandes épicas. Apuesta al rigor en la vida y en la escritura. Valdebenito entra en la cotidianidad más próxima, de los que asumen responsabilidades, los que entran al sistema, los que contraen deudas y aún así (o sólo así) pueden ver lo que sucede a su alrededor con ojo crítico, irónico, escéptico, y resignado. Ahí hace su “inventario de especies”, escenas de compatriotas que representan a miles. No es preciso estar-fuera-de-la-sociedad para hacer poesía, ese es un simulacro que ya pocos creen, y que aún menos llevan a sus últimas consecuencias. La gente endeudada, el pueblo no combativo, no revolucionario, que se levanta todos los días a las 6 am, están presentes aquí. Y es esa cotidianidad la que se transfigura en poesía legible y culta. Hay referencias a la cultura popular y hay sensibilidad social, pero todo tamizado y enriquecido por un amplio bagaje, no ostentado. Es poesía que se nutre fundamentalmente de la vida, no de los libros ciertamente leídos.
El autor escribe de manera exacta, sin ramaje de más, pero con ramas largas cargadas de frutos. Diríase que paladeando cada frase. Y usa muy bien el suspenso, un recurso difícil y poco frecuente hoy por hoy en la poesía nuestra. Escribe de lo que le atañe: los problemas familiares, las evocaciones crudas –ni una pizca de romanticismo– del lar sureño, su visión irónica de lo que nuestra sociedad llama éxito, el honesto desinterés por el prójimo abstracto (“el prójimo / una fogata mal apagada en la esquina anterior”), las conversaciones ridículas con los amigos.
Es un estilo de vida y un estilo de escritura entrelazados, pues Valdebenito consecuentemente no quiere romper el orden de la tradición poética chilena. Desde dentro, logra dar un paso más, siendo original en lo antiguo. Logra entonar lo que se llama “una voz propia”, distinguible de sus influencias. Y así podemos leer muchos poemas memorables, dignos de las antologías más exigentes. Que podemos disfrutar sin necesariamente sentirnos identificados: otro logro. Leer este libro me hizo recordar aquello que decía Teillier de Rolando Cárdenas, de que no tenía poemas malos. Este libro, el segundo de su autor después de “Papeles de la Villa Hostil” (1999), es así: no tiene poemas malos y tiene muchos muy buenos. Y también incursiones notables en la poesía en prosa, como “Abatido”, ese entrañable pájaro “cuyo canto no cumple función alguna en su entendimiento con el medio externo o el resto de su especie”, pero que “arrulla en él una imperfecta esperanza, y reniega para sí el oficio de los demás, y refunfuña, pero no vuela”.
(A.F.)